Por Chelo Payá
Cuando tenía quince años comencé a reflexionar en cómo se quedaría el mundo sin mí. Íbamos a pasear a la Glorieta y allí los jóvenes dábamos vueltas y vueltas aprovechando su forma redondeada. Era divertido. Cuando no veías al que te gustaba dabas la vuelta al contrario, y solo así controlábamos a todos. Si mis amigas querían ir a los aseos yo no entraba, me quedaba en la puerta y miraba. Era entonces, en ese momento, cuando me daba cuenta que solo me había parado yo; todos los demás seguían paseando; todos continuaban haciendo lo mismo menos yo y de ese modo comprendí lo que era la vida y la muerte.
Unión [foto: Paco Pascual] |
Cuando llegamos a este mundo estamos tan indefensos, tan tranquilos con los padres, que solo ellos nos hacen falta, por eso comenzamos a vivir contentos y felices (siempre con excepciones, como en todo), pero cuando tenemos que dejarlo nos sentimos de diferente manera. Si seguimos con la mente clara aceptamos como va llegando el final, si no por una cosa por otra, aunque estoy convencida que si nos dieran a elegir no nos gusta de ninguna manera; estamos tan enganchados a la vida como las agujas en un acerico.
Mi padre me decía que no tuviera miedo, que todo formaba parte de la vida, y me aconsejaba que según fuera cumpliendo años mirara mi cuerpo y lo comparara con una flor viendo los cambios que ella experimenta, y que yo sola comprendería como nos vamos marchitando y deshojando…, que no hay vuelta atrás.
Cada día vienen a mi mente mis padres, mis abuelos, todos mis antepasados…, y esa tranquilidad, ese convencimiento de que todos han tenido, para cambiar de estado, como un trabajo que se tiene que hacer y que nadie lo puede hacer por ti. Mientras viven los padres no te sientes nunca sola.
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