Por Chelo Payá
Travesía [foto: Paco Pascual] |
La última vez que me inyectaron la medicación era un día en el que me hubiese gustado estar en la calle. Tenía un ensayo del coro que, aparte de hacerme ilusión, era muy importante, y allí estaba, pasando el tiempo. El señor que estaba a mi lado dijo que en ese momento tenía que estar en Roma, que todos sus alumnos estaban llegando allí en ese instante. Me di cuenta de la cantidad de cosas que vamos entregando y de cómo la vida te va enseñando a conformarte, a ceder en cosas que nos hacen felices y que no se podrán recuperar. Casi siempre son menesteres del cuerpo, pero cuando las necesidades son del alma todavía es más difícil conseguirlas, y es que aunque creamos que ella no las necesita ¡no es así!, también anhela sueños que no puede tener y aguanta con más paciencia, incluso que el cuerpo, a que lo que espera venga hacia ella.
También pensaba que en nada se debe generalizar, y yo tengo la experiencia de que es así. En sitios donde crees que no te van a hacer caso, te equivocas, la gente es mejor de lo que pensamos. Lo que nos ciega los ojos y nos impacta es lo que más reluce, pero simplemente es porque no miramos otra cosa. Un ejemplo:
En un colegio estaba el profesor anotando sumas en la pizarra:
1+1= 2 3+2= 5 2+2= 4
En total anotó nueve perfectas y la última fue:
3+1= 5
Los alumnos, todos sin excepción, lo corrigieron al instante diciéndole que estaba mal, a lo que el profesor les contestó que porque no le habían felicitado por cada una de las que estaban bien.
Esto solemos hacerlo. No estamos educados para ver y valorar la bondad de la gente, nos centramos más en criticar sus defectos que en alabar sus virtudes.
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