
La primera señal de la Navidad la daban los belenes, que se exponían en los pequeños escaparates de El Globo y Casa Botí; los niños los mirábamos encantados, pensando que figurita compraríamos para ampliar nuestro belén particular.
A medida que se acercaba la Nochebuena, el ambiente estaba en los tenderetes con matracas y zambombas adornadas con tiras de papel de colores. También daban colorido a las calles los ganados de pavos, con su canto característico, camino del mercado. Entonces los pavos y gallinas se compraban vivos. En mi casa se mataba el pavo la tarde de Nochebuena, se pelaba y troceaba, todo un espectáculo que a mí me hacía disfrutar, ¡qué habilidad tenía mi abuela para estos menesteres!; todo era laborioso, pero era tan dispuesta que, un plis-plas, la cocina estaba otra vez en orden; me entusiasmaba verla y la admiraba, porque sabía el nombre de todas las vísceras del animal y lo comentaba como si de una clase de disección se tratara. Era un día de jaleo que ya había sido precedido de muchos otros de elaboran pastas, llevarlas a cocer al horno, recogerlas, probarlas y esperar algún descuido para coger alguna más.
Y qué decir de los días que precedían la llegada de los reyes; recuerdo que pregunté:
- ¿Cuándo vendrán los reyes?
Mi padre me dijo:
- Mañana no, el otro tampoco… el otro.
Me pareció una eternidad. ¡Qué lentos eran los días entonces! Y ese decirte que había que portarse bien, que los reyes lo veían todo, ¡qué nervios! Mi abuelo me decía:
- Cuando abro el taller por las mañana, veo a los Magos que suben al cielo volando.
¡Era demasiado!... ya no cabía más fantasía en mi cabeza.
Es curioso como estas vivencias no se olvidan, quedan grabadas, y cada año al volver la Navidad la nostalgia fluye, haciendo que viva de nuevo aquellos años felices de la infancia.
[foto: Rafa Silvestre]
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