Por Chelo Payá
(03
diciembre 2015)
Hoy me he dado cuenta, con una cosa
muy sencilla, de la importancia del control de uno mismo. Cuando estamos
acompañados en cenas, tertulias, clases, y hay conversaciones y opiniones diferentes,
si sabemos frenar nuestro impulso en querer tener razón, unos instantes, nos
damos cuenta que hay argumentos mucho mejores que los nuestros, solo así
podemos comparar, y al
no hacer metido la pata no tenemos que sacarla. Un día estaba leyendo en voz
alta y dije una palabra que no estaba escrita, los que me estaban oyendo ni se
percataron porque mi actitud no cambió, seguí con la lectura hasta el final, y
eso me hizo pensar en que las apariencias pueden ser engañosas, según
controlemos nuestro cuerpo, nuestras actitudes, nuestras palabras, en un
momento dado.
Evanescencia [foto: Paco Pascual] |
En el taller de lectura leímos un
escrito que hablaba de un río. Me gustó mucho, no puedo explicar a la
perfección el porqué, pero se me quedo que todo lo que se leía lo podía acoplar
a mi vida. Él, el río, continuamente está en movimiento, como si temiera
pararse en su trayecto corto o largo, siempre va hacia un mismo sitio; hay
tramos en los que va más agitado o da saltos de alegría o es impetuoso; hay
otros que transcurre tranquilo, marchando hacía su destino; no obstante, en
algunas estaciones del año parece seco pero no deja nunca de tener su sitio, y
en cualquier momento puede volver a aparecer, no puede ir contracorriente ¡no
es su sino!, él va directo al mar o hacía otro rio más grande y poderoso, para
que se lo engulla, sin dejar de ser bello, útil, valioso, aunque sea más
pequeño. Posiblemente no lo he sabido explicar, pero ahora cuando vea uno
recordaré esa majestuosidad de ser importante cuando va solo, y silencioso y
humilde cuando ya no es nada, cuando pierde hasta su nombre.
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