Por Chelo Payá
(04
marzo 2016)
Culminación [foto: Paco Pascual] |
El
último día del taller de lectura cada uno fuimos leyendo nuestros textos, todos
preciosos pero solamente uno me hizo meditar.
Éste
se refería a una gotita de agua y de todo lo que hay dentro de ella, que ni sabemos
ni imaginamos. Me gustó cuando se mencionó la suavidad con que se desliza por
un cristal, por una hoja, tan delicada y a la vez tan fuerte. Cerré los ojos y
mis pensamientos fantaseaban en que esa gotita era la Tierra, también
hermética, con todo lo que la llena. Pensaba en las dos y en que hasta que no
se destruyen no desaparece nada de su interior. Reflexionaba sobre que nos
sentimos libres amando, viviendo, llorando y que estamos todos enlazados en un
mismo fin, muchas veces eludiendo nuestro alrededor más próximo pero sin poder
huir y desvincularnos por completo unos de otros con la esperanza de que todo
empieza, pero también acaba, y que solo es entonces cuando desearíamos volver a
esa prisión que nos consumía y nos agobiaba.
Una
tarde, después de dejar a mi nieto en su casa y de regreso a la mía en el
autobús urbano, en la emisora de radio que tenían sintonizada, propusieron que
se escribiese un texto que no excediese de cien palabras y que comenzase
precisamente así: solo cien palabras. Me
costó pero lo hice. Os lo voy a escribir.
“Serán
solo cien palabras el reflejo del abatimiento que nos inunda cuando se
idealizan las cosas y solo con un soplo de viento se caen del pedestal, de
manera que ya no hay retorno; nada se puede superar y mucho menos volver al
sitio donde estaban aunque se intente, siempre hay algo que recuerda porque
están en el suelo. Nada es eterno, todo sucumbe con el paso del tiempo, no solo
nosotros. Somos poco flexibles, solamente queremos encerrarnos en nuestra razón porque no deseamos sufrir por lo mismo muchas
veces, y menos cuando el corazón nos dice que no hay solución”.
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