Por Chelo Payá
(14
enero 2016)
Granar [foto: Paco Pascual] |
Me
ha impactado como se han ido acoplando unos con otros sin dejar de lado la base
—la rítmica–, la que en realidad les estaba invitando a tocar desde el minuto
cero, haciéndoles el camino fácil. En estos conciertos me estoy dando cuenta de
que hay instrumentos estrella, pero los que son base son como los
cimientos de una casa, que se podrá
derrumbar pero que ellos siguen ahí, inamovibles. Cuando en una orquesta
escucho el sonido de los violines es suave, apacible, pero aquí, ahora, tenía una energía inusual que yo no conocía; los
acordes agudos me han parecido impactantes, electrizantes; tanto el violinista como
el guitarrista tenían una manera de mover los dedos que parecía que se
multiplicasen, me parecían como arañas corriendo asustadas; ha sido similar a
un video que hemos visto en el taller de lectura de dos instrumentos que se
iban contestando, y aquí lo he visto igual: violín y guitarra.
Hoy
no me sentía en New York, hoy estaba cerca del Sena, en París; gracias al jazz
voy viviendo en mundos diferentes, preciosos, cada uno en su ambiente.
En
este concierto no había cantante, el violín se ha encargado de ser la musa,
aunque cuando van en solitario cada instrumente es único; el director son ellos mismos con un
movimiento de cabeza casi imperceptible ¡y aún sin ello!, porque cada uno es
responsable de lo que hace.
El
arco y la cabeza del violinista eran una misma cosa, interpretaban lo mismo,
había música hasta tensando las cuerdas, la sienten tanto que hay momentos que
hasta les duele tocar, y les duele porque les sale del fondo del alma. Cada día
percibo más que hay una música preciosa en los silencios. En el último tema me
han parecido, todos, marionetas movidas por hilos que pendían del techo,
¡precioso!
No hay comentarios:
Publicar un comentario